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Se puede considerar argumento a lo que Aristóteles llamaba pruebas dialécticas y al razonamiento encaminado al convencimiento o la persuasión.

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Se puede considerar argumento tanto lo que Aristóteles llamaba pruebas dialécticas como el razonamiento o seudo razonamiento encaminado ante todo al convencimiento o la persuasión.

El sentido más general del término argumento indica que es el razonamiento mediante el cual se intenta probar o refutar una tesis, convenciendo a alguien de la verdad o falsedad de la misma. Se utiliza también a este respecto, y en el ámbito filosófico, el vocablo argumentación; con una diferencia establecida entre argumento y argumentación apenas pertinente.

    Los sofistas y los escépticos, por ejemplo, así como Platón y Aristóteles, prestaron atención a la cuestión de la naturaleza de los argumentos y de su validez o falta de validez. Algunos de los argumentos estudiados eran de carácter lógico-formal, pero muchos no encajaban plenamente dentro de la lógica. Esto fue reconocido por Aristóteles; mientras en los Analíticos trató primariamente de argumentos de tipo estrictamente lógico, en los Tópicos y en la Retórica trató de los argumentos llamados dialécticos o argumentos meramente probables, o razonamientos a partir de opiniones generalmente aceptadas. Autores modernos han aceptado esta división u otra similar. Así, Kant ha distinguido entre el fundamento de la prueba y la demostración. El fundamento de la prueba es riguroso, mientras la demostración no lo es. Puede distinguirse asimismo entre prueba o demostración, en cuanto son lógicamente rigurosos, y argumento, que no lo es o no requiere serlo.

    A la vez, cuando se habla de argumento se puede considerar:

1— Como lo que Aristóteles llamaba pruebas dialécticas, por medio de las cuales se intenta refutar a un adversario o convencerlo de la verdad de la opinión mantenida por el argumentador.

2— Como razonamiento o seudo razonamiento encaminado ante todo al convencimiento o la persuasión. Los límites entre estas dos formas de argumento son imprecisos, pero puede considerarse que la persuasión es demostrativamente más débil que el convencimiento.

    En la mayor parte de los estudios de los argumentos, a diferencia de las pruebas estrictas, se ha subrayado la importancia que tiene el que se consiga asentimiento a lo argumentado. Santo Tomás expresa este rasgo definiendo el argumento como sigue: Dicitur, quod arguit mentem ad assentiendum alicui. La persona -el aliquis– ante quien se desarrolla el argumento, el lector y especialmente el oyente u oyentes, deben tenerse en cuenta; así como las diversas circunstancias que rodean la argumentación.

    Durante algún tiempo en el inmediato pasado se solía desdeñar todo argumento tildado de meramente retórico, pero en los últimos años se ha manifestado de nuevo un cierto interés por los problemas de la retórica y, por consiguiente, de los argumentos no estrictamente formales. Queden citadas al respecto las obras de Chaim Perelman, Lucie Olbrechts-Tyteca, Stephen Toulmin y Henry W. Johnstone Jr.

    El hecho de subrayar que la lógica tiene un aspecto práctico no debe conducir a descuidar su predominante aspecto teórico, o que es mejor atenerse a la norma de que: se critica un argumento porque no es formalmente válido o bien porque tiene cuando menos una premisa falsa.

    Suele ser difícil distinguir entre prueba estricta o demostración y argumento en el sentido aquí tratado. Con frecuencia se usan indistintamente los mismos términos. Por citar a modo de ejemplo, se dice indistintamente argumento ontológico y prueba ontológica. También es difícil distinguir entre argumento y sofisma, puesto que algunos de los argumentos empleados habitualmente son de carácter claramente sofístico. Así ocurre con el llamado argumentum ad hominem (dirigido a la persona: se ataca a la persona que presenta el argumento y no al argumento en sí) que algunos estiman que es un sofisma; otros, que es un argumento perfectamente lícito.

Algunos argumentos lícitos de carácter más o menos retórico

Argumento mediante analogía.

Argumento basado en la «autofagia» (digiriéndose a sí mismo), consistente en indicar que lo que se dice acerca de una doctrina no se aplica a la doctrina.

Argumento de autoridad, especialmente efectivo cuando la autoridad invocada mantiene en otros respectos opiniones opuestas a las del argumentador.

Argumento fundado en un caso particular: que se supone típico, aunque a veces no lo sea o sea difícil determinar si los es.

Argumento ad hominem, también llamado ex concessis, que se refiere a la opinión mantenida por el interlocutor; a diferencia del argumento ad rem, que se refiere al asunto mismo, una forma del cual es el argumento ad humanitatem, cuando la opinión a la cual se refiere se supone ser la de la humanidad entera; ambos tienen en común el poner en tela de juicio los intereses de la persona o persona consideradas.

Argumento por consecuencias: cuando se derivan consecuencias que se suponen inadmisibles, particularmente en la esfera moral, pues de lo contrario tenemos el tipo lógico-formal de la reductio ad absurdum.

Argumento a pari: por el cual se procura aplicar una opinión o disposición a otra especie del mismo género.

Argumento del dilema: genéricamente es la oposición entre dos tesis complementarias o antagónicas.

Argumento etimológico: en el cual el sentido de un término o expresión supuesto más originario es considerado como el sentido capital o verdadero.

Argumento a fortiori. Dos modos de comprensión de este argumento: 1) Cuando contiene ciertos enunciados que se supone refuerzan la verdad de la proposición que se intenta demostrar, sobreabundando en lo afirmado; usado este tipo de razonamiento cuando se quiere anular toda objeción posible, y considerada verosímil, contra lo anunciado. 2) Cuando en el razonamiento se usan adjetivos comparativos tales como ‘mayor que’ y ‘menor que’, etc., de tal suerte que se pasa de una proposición a la otra en virtud del carácter transitivo de tales adjetivos; en la lógica clásica se considera a veces este argumento como una de las formas del silogismo llamado entimema.

Argumento por el ridículo, donde se supone que ridiculizar la opinión de un interlocutor constituye un argumento contra ella.

Argumento por lo superfetatorio, donde se rechaza una opinión por considerar que las consecuencias implícitas o explícitas de lo firmado son innecesarias.

    Entre otros.

Se ha discutido ampliamente la cuestión de la naturaleza de los argumentos filosóficos. Muchas son las tesis propuestas al respecto: los argumentos filosóficos deben ser (o tender a ser) de naturaleza estrictamente lógico-formal; deben ser principalmente (o exclusivamente) retóricos, en el sentido antes indicado; deben disponer los procedimientos establecidos por la lógica formal, pero no estar determinados por ellos (salvo en lo que toca a su validez o no validez lógica), sino por consideraciones de tipo material o relativas al contenido de los problemas tratados.

Asimismo se ha señalado desde diversos frentes que los argumentos filosóficos se basan siempre en ciertos supuestos indemostrables, de modo que «las consideraciones lógicas no ejercen más peso en la crítica o defensa de un sistema ontológico que las consideraciones fundadas en hechos». Por eso, como indica Henry W. Johnstone Jr.: «Un argumento filosófico constructivo, cuando es válido, se parece mucho a un argumentum ad hominem válido.

    La única diferencia importante es que el filósofo que usa un argumento constructivo considera lo que él mismo tiene que admitir de conformidad con sus propios principios de razonamiento o en consistencia con su propia conducta o actuación, antes que considerar lo que otra persona tiene que admitir».

Teoría de la argumentación de Chaim Perelman

Dedicado inicialmente al estudio de la lógico formal, Chaim Perelman ha centrado luego su interés en el problema de los juicios de valor. Tales juicios, relacionados con las elecciones de orden moral, social, político, jurídico, estético, pedagógico y filosófico, no son formalizables. En estos campos, en efecto, no se puede apelar a una rigurosa evidencia lógica. Sin embargo, Perelman pretende liberar los juicios de valor de la irracionalidad, del dogmatismo y de la violencia, mediante una llamada a la racionalidad y a la tradición histórica que se traduzca en lo que define como una nueva retórica, es decir en una lógica de la persuasión que cabe situar junto a la lógica de la demostración. Este programa es desarrollado en el Tratado de la argumentación (en colaboración con Lucie Olbrechts-Tyteca, 1958).

    Frente a la reducción de la racionalidad al campo de la demostración, según el modelo de las matemáticas, y el ámbito de las pruebas experimentales, la teoría de la argumentación se remite a la tradición de la retórica antigua y renacentista en un intento por ampliar la noción de razón hasta incluir en ella los procedimientos lingüísticos utilizados con la finalidad de generar la persuasión.

    Como elemento fundamental de toda argumentación se considera la referencia explícita o implícita, consciente o inconsciente, a un auditorio: desde el auditorio universal constituido en principio por la totalidad de los seres racionales a los cuales pretende dirigirse el filósofo, hasta el diálogo consigo mismo que caracteriza la deliberación subjetiva.

    En cuanto a los tipos fundamentales de argumentación, Perelman los distingue en dos clases: según se fundamenten en propuestas de asociación —en caso de que se quiera valorar positiva o negativamente un elemento vinculándolo con otros—, o bien en propuestas de disociación —en el caso contrario.

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